lunes, 21 de abril de 2014

Cicatrices (tercera parte / fragmento 3)

(USMC photo by Sergeant Christopher R. Rye


“_A pesar de la brevedad de nuestra relación, medio año apenas, amé a tu madre con ese amor que sólo se describe en las buenas novelas, como Gastby a Daisy, como Florentino Ariza a Fermina Daza… ¿Entiendes lo que te quiero decir…?
No abandoné a Carmen, el destino me obligó a abandonarla, la guerra me obligó a abandonarla… No fue fácil para mí ni para ella, la despedida, digo, porque no la hubo, los acontecimientos se precipitaron de forma inesperada. Te juro que, de haber seguido aquí, me hubiera casado con tu madre, puso en mi vida la luz que le faltaba… Tu madre era toda vitalidad, pasión… Cuando comenzamos a salir me dije: es la de Mérimée y Bizet, es esa Carmen, estoy amando a un personaje de ópera, de mi ópera… Sí, éste gigante musculoso, siempre ha sentido una debilidad extrema por la música lírica, paradójico ¿verdad? Quién pudiera imaginar que el cuerpo de un soldado, en este caso, el mío, que es  una maquinaria entrenada para matar, pudiera dar muestras de ese tipo de sensibilidad… Pero todos tenemos un corazoncito, hija… todos… Y creo que tu madre supo ver eso en mí, bueno, creo no, estoy seguro, lo que hizo que se rindiera a mis pies fue ver el amante sensible que se ocultaba bajo toda esta coraza de músculo, el hombre que era capaz de amar dejándose la piel.
La última vez que la vi fue en la terraza del bar de Manolo. Siempre quedábamos para tomar unas copas con Queta, Benny, Asun y Don, luego, nosotros tres, los enamorados soldados yanquis,  regresábamos a la base. Antes, en su piso, habíamos hecho el amor como si la tierra fuera a pararse de pronto y el mundo fuera a dejar de existir, como si hubiera de ser la última vez, y es que siempre lo hacíamos así… sólo que, en esta ocasión, se hizo realidad. Al día siguiente yo marcharía para la guerra, me arrancarían de los brazos de tu madre para siempre."

Ahora  ya no son lágrimas las que vierte el corazón de Roger, véalo usted bien, es el propio  órgano el  que se lanza al vacío y se deja devorar por el lago ácido del estómago. Roger siente que es víctima, no que fue, que sigue siendo, de una tragedia. La tinta de Shakespeare lo perfila, lo dibuja en letras vivas, cobrando relieve en la hoja áspera de la existencia. Porque la guerra es dura, más aún si dejas atrás el amor, aunque ese mismo amor sea el que luego te de fuerzas para seguir en la trinchera. 

El monstruo de la guerra lo siega todo, pero nunca podrá segar los sentimientos, esos perviven aferrados, prendidos, clavados en cada ondulación de tu carne, tatuados en cada entraña. Gracias a ellos sobrevivió a su propio Apocalipsis, sobrevivió a la tortura, al secuestro, a la explosión de la granada que le marcó el torso y el abdomen para siempre, que le dejó en medio de la arena a merced de la carroña.

Hagamos de nuevo un ejercicio de inmersión, entremos en su cabeza, busquemos ese aciago día en los pliegues de su cerebro. Accedamos, en el  hipocampo, a su memoria a largo plazo, veamos como las neuronas, en sus conexiones sinápticas, nos devuelven de manera vívida aquel recuerdo.  Aquí está... ¿lo ve, verdad? pues vivámoslo a la par de él, como en una futurista pantalla de cine en la que, además de   apreciar los colores, podremos percibir los olores.

Veamos primeramente la paleta cromática de este recuerdo: siena, ocre, amarillo, marrón, gris, negro y rojo. Ahora percibamos los olores: sudor,  pólvora,  humo,  miedo, sangre,  excrementos.


Presenciaremos en primera fila lo que vieron sus ojos; es una proyección subjetiva, por lo tanto no veremos la imagen de un convoy que se acerca por una sufrida carretera casi comida por la arena, veremos, en el interior de la parte trasera de un camión, a soldados americanos con sus ajados, sudados y malolientes uniformes, con sus cascos calados hasta casi taparles los ojos, con sus modernos fusiles de asalto entre las manos y apoyados en el suelo, o llevándolos en  el regazo. Veremos sus caras sucias y oiremos sus insulsas conversaciones. Veremos luego la cara de Eliot, un joven de Pensilvania, que va a la vera de nuestro protagonista, cuando éste, con un ligero toque en el hombro de Roger, reclama su atención y continúa narrándole una anécdota de su infancia. No veremos que el camión, primero de la comitiva, se va acercando a una zona de altas dunas, tampoco que tras ellas están los iraquíes emboscados, ni que en los baches de esa estropeada carretera hay minas sembradas. Sentiremos una explosión tremenda tras el camión, veremos desestabilizarse la imagen, dar vueltas y, a pequeños intervalos, quedarse todo negro, porque son los instantes en que Roger cierra los ojos y aprieta los dientes. No veremos el camión volcado de un lado, veremos un amasijo de hombres. No veremos a los iraquíes disparando contra el convoy, oiremos esos disparos. Veremos la mano de Roger apartando a Eliot de encima de su abdomen, veremos esa misma mano abofeteando la cara del muchacho para que vuelva en sí de su ataque de pánico. No veremos la imagen completa de cómo Roger se pone en pie y ayuda a Eliot a hacer lo mismo cuando éste último se ha recobrado un poco de su trance. Veremos barridos de imágenes, como flashes: torsos, manos, caras, fundido en negro, fusil, hombros, Eliot, cuerpos, lona, fundido en negro, lona que se levanta, luz amarilla,  arena ocre, fundido en negro, suelo de arena, suelo de arena que se acerca a la cara, sonido de un cuerpo que cae, bueno, mejor dicho, de dos cuerpos que caen, fundido en negro, y luego arena y más arena. No veremos a Roger reptando entre las dunas y poniéndose a cubierto, veremos esa arena ante nosotros, que nos nubla la visión, que se pega a la cara y la sentimos en la boca. Veremos a Eliot reptando de igual manera, con increíble destreza, alejándose,  y veremos una bala entrar en su cuello y  a él quedarse inmóvil, y del cuello comenzar a borbotear sangre y manchar el ocre de la arena de un rojo  que se irá volviendo marrón. Oiremos los disparos de los fusiles y  las ráfagas de las ametralladoras; oleremos la pólvora. Veremos humo negro y el sol opacado por el humo, de nuevo un fundido en negro, y luego nos giraremos, y la imagen delante nuestro va  ir apareciendo poco a poco tras la duna. Ahora sí veremos el camión volcado y ardiendo, y a toda la fila del convoy, y cuerpos a lo largo de la carretera y sobre las dunas; algunos destrozados, otros sangrando, otros gritando de dolor, se repite el fundido en negro y, después de éste, veremos la misma imagen pero a través de una mirilla, y apuntaremos hacia la nada y dispararemos como unos locos, y gritaremos con rabia, y sentiremos raros y potentes silbidos que pasan cerca de nuestra cabeza, entonces nos resguardaremos otra vez tras la duna, nos voltearemos sobre nuestras espaldas y volveremos a ver, sobre nuestras cabezas, ese cielo vestido de humo gris y negro, y sentiremos el olor a quemado de la carne humana, el olor acre de la pólvora, del caucho calcinado de lo neumáticos;  una mezcla de fuertes olores que se hará cada vez más persistente y que se colará por nuestras narices sin cuidado alguno hasta provocarnos nauseas. Y oiremos caer un objeto, lo buscaremos con la vista y lo veremos unos cuantos metros más allá, nos quedaremos paralizados, sentiremos que algo caliente se desliza por nuestros muslos desde el ano y percibiremos el olor de nuestro propio excremento. Sentiremos la explosión y un dolor quemante que nos agujerea todo el torso y el abdomen, y creeremos que ya todo está acabado, y nuestra última visión será el cuerpo desnudo de Carmen, y, de nuevo, fundido en negro.

Qué hacia un marine en un convoy de soldados de infantería, nos preguntamos. Y he ahí de nuevo las jugarretas  que nos depara el destino, pero esa es otra larga historia que ahora no nos interesa, lo que de verdad nos importa es saber qué hacía Roger en el ejército, qué le llevó a formar parte de los acólitos de Marte. Era Roger un hombre belicoso, no, todo lo contrario, renegó siempre de la guerra, no estaba de acuerdo con la política intervencionista y bélica de su país, pero la necesidad aprieta, el hambre aprieta, el que tus padres lo pierdan todo y no puedan seguir pagándote los estudios y apenas puedan seguir afrontando las deudas te hace buscar alternativas y te lleva a caminos que quizás nunca hubieras tomado; el que tengas que rescatar a tu propio padre de la muerte, cortando la soga que le iba a estrangular en una improvisada horca en medio de un granero de una desvencijada granja, te empuja, sin remedio, a la búsqueda de dinero fácil y rápido, a la búsqueda de un empleo bien remunerado y que sea fijo, donde se ocupen de toda tu manutención, y qué mejor sitio que el ejército. Es cierto, pasaría un período en que no ganaría lo suficiente, pero al menos no sería una carga para sus padres, y luego, cuando ya tuviera un sueldo como Dios manda, podría ayudarles. Él sabía que tenía las condiciones físicas e intelectuales para entrar, porque además de su cuerpo gigantesco y  musculoso, que tal pareciese fuera labrado por la halterofilia, pero que era herencia genética de su padre,  era un gran deportista, un excelente jugador de fútbol americano, y un notable estudiante en la universidad. Un notable estudiante amante de Whitman, de Faulkner, de Hemingway, de Emily Dickinson, de Scott Fitzgerald, de  T. S. Eliot, de Poe,  de Hawthorne, y que quería ser poeta y escritor y que, como ya sabemos, acabó como soldado, y hasta lo que usted sabe, en los umbrales de la muerte. Pero yo sé lo que pasó después, lo recogieron los  yihadistas iraquíes y le mal curaron y le retuvieron durante casi dos meses y le torturaron hasta que fue rescatado por las tropas americanas. Y durante todo ese tiempo sólo quería seguir vivo, y se aferraba a sus recuerdos, se aferraba a la idea de volver a ver a sus padres, a la idea de volver junto a su Carmen, junto a aquella mujer pasional que le había hecho sentir lo que ninguna otra.

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