miércoles, 26 de marzo de 2014

La otra Gaviota

Óleo de Rolando Cubero / COSTA RICA
             
Rolando Cubero / 1957
Gavina, a la catalana, así querías que te llamaran, y no Gaviota, tu nombre real, aunque tú no eras endémica de esta tierra, tú eras una especie exótica y tropical, una rara avis caribeña nacida en Cuba. Sí, Gaviota, eras cubana y no eras una cubana cualquiera, eras una hermosa y atípica cubana, no la clásica mulata o negra de carnes duras, prietas y de cuerpo estilizado como una gacela, no; ni tampoco la trigueña sensual de ojos negros azabache y labios pulposos. Gaviota, perdón, Gavina (he de respetar tu voluntad, ahora que yaces muerta ahí, a sólo un metro de mis pies, ajada y sucia como una alfombra pisoteada) eras, bueno, eres (aún tu cuerpo está caliente y sigue borboteando sangre) alta y rubia, rubia arena, de ojos de un marrón clarísimo como la miel, un marrón dorado, ahora fijos y vacíos, perdidos en la nada, guardando, quizás, en la retina, el último atisbo de luz o de color y la imagen de la cara de quien te ha arrebatado la vida. Ahí estás, con tu cuerpo atlético, tus senos grandes y redondos y tu culo de negra, respingón y sensual. Nunca he visto unos vaqueros tan perfectos y hermosos como cuando esculpían ese culo, o, lo que es lo mismo, ese culo esculpía a los vaqueros, para dotarles de vida propia, para proporcionarles un hálito que hacían que tu culo hablara un lenguaje diferente al resto del cuerpo y te dijera: aquí estoy, poséeme, hazme tuyo. Ahora no, ahora no llevas vaqueros, llevas un vestido ajustado, de color azul, que se te ha subido hasta más arriba de los muslos dejando ver tus braguitas, también azules, de lencería fina con bordados y encajes. La sangre mana desde tu estómago tiñendo la tela y se desliza por entre los muslos para luego gotear e ir formando un espeso charco en el suelo. Tienes las piernas semirrecogidas y los brazos en ángulo, como dos alas que han quedado a medio abrir. El bolso de satén, plagado de lentejuelas, aún permanece aferrado a tu mano derecha. Tu boca ha quedado petrificada en una absurda mueca que descompone el lienzo perfecto que hasta entonces era tu cara. Unas guedejas mustias cubren parte de tu rostro y remarcan esa sensación, y en él se refleja el miedo, el mismo miedo u horror que sentiste al ser apuñalada con el cuchillo de cocina que está tirado cerca de tu cuerpo, y que veo brillar bajo ese haz de luz que emite la lámpara que pende del techo. Gavina, ya no eres Gavina, eres un pájaro muerto y grotesco. Gavina, ya no eres Gavina ni Gaviota, eres un ave repulsiva y ensangrentada. Nunca supe, hasta hoy, de dónde habían sacado tus padres la idea de llamarte así. Tú nunca lo contabas. Gaviota Mercader Flandes. ¡Vaya nombre! Una vez te insinué que si el origen de éste se debía a que tu padre hubiera sido (o fuera) marinero o pescador, alguien que viviera cerca del mar y que de ahí le viniera la admiración por esta ave marinera, pero me interrumpiste diciéndome: A ver, tú me has traído para follar o para hablar, porque si es para lo segundo búscate a un psiquiatra y no a una  que, ahora mismo, está ejerciendo de puta, además, a ti mi vida no te importa un carajo. Sí, Gavina, eras en ese momento una puta, mi puta, la puta que me visitaba una vez a la semana. Tú, en realidad, no lo eras, las circunstancias te obligaron y yo me aproveché vilmente de eso, lo sé, pero mi lujuria fue más fuerte que mi raciocinio. Ante la posibilidad de tener sexo con una mujer como tú me invadió el egoísmo, una ceguera que no me permitía ver más allá de mis intereses. El sexo controla la mente, la subyuga, y te lleva a transitar por territorios que luego, cuando vuelves a la realidad, te avergüenzan, si es que, por el camino, alguien ha quedado mancillado y herido, si es que te has aprovechado de la debilidad y la necesidad a la que se ha visto forzada la otra parte, en este caso, tú.
Cada sábado durante un año y medio, a las diez de la noche, estabas frente a mi puerta. Tocabas el timbre tres veces, a intervalos breves. Esa era nuestra contraseña, nuestro código. Yo, de antemano, te llamaba por teléfono y te indicaba como quería que vinieras vestida esa noche, si con vaqueros, vestido, pantalones cortos y tacones de aguja o con traje de falda y chaqueta, a lo ejecutiva; porque en mi imaginación un día podías ser una conocida, otro mi empleada y otro mi jefa. Mis fantasías no tenían fin.
Cada sábado a las diez, cada sábado disfrutando de tu cuerpo, en el que me dejabas hacer a mi antojo. Cada sábado desde hacía un año y medio, cada sábado, y hoy ha sido el último. Ahí estás, inerte, y a medida que pasen las horas se irá enfriando ese cuerpo tuyo, tan rotundo, hecho, sin lugar a duda, para el placer, para provocar placer. Sé que, aunque yo disfrutaba infinitamente de esas noches, tú no disfrutabas conmigo, ni siquiera fingías hacerlo, te dedicabas a seguir mis instrucciones: te desvestías, te tirabas en la cama con las piernas abiertas y te abandonabas. Tú sólo lo hacías por el dinero, por el cochino y puto dinero que me debías. Sé que mi cuerpo te resultaba repulsivo, por eso me dejabas hacer y nunca tomabas la iniciativa para conmigo, pero a mí no me importaba. Yo me hubiera dejado escupir, azotar y torturar por ti, con tal de seguir teniéndote allí, en mi cama, abierta de par en par cada sábado de este mundo. Sabías que escogí los sábados porque eran, bueno, son, los días que libro del curro, el único día en que escapo de la rutina  y del agobio de ser guardia de seguridad en un museo, a las afueras de Barcelona, en el turno de noche. La semana entera esperaba este día con impaciencia, con desazón. No podía dejar de pensar en ti, en tus labios, que nunca me dejaste besar, en tus senos, que no me cansaba de acariciar, lamer y morder con ternura; en tu vulva de un rosa palo, salada y húmeda al contacto de mi lengua y dilatada con la fricción de mis dedos; al roce de mi carne con tu carne, a la textura y suavidad de tus nalgas en mis manos.  Comprendí que no había un solo instante en que no estuvieras trajinando por mi mente, ocupando cada segundo, cada imagen, cada recuerdo, y entonces me percaté de que me había enamorado, que me había enamorado perdidamente de la mujer equivocada, lo sabía, pero no podía evitarlo. Tu presencia se me hacía necesaria cada vez más. Cuando terminaba de hacerte el amor (porque yo te hacía el amor y no te follaba, no me gusta el uso de esta palabra vulgar cuando hay sentimientos de por medio) te pedía te quedaras un rato más, no para seguir teniendo sexo, sino para cenar, charlar, tomar una copa o un café y conocernos mejor, pero nunca aceptaste, te ibas dando un portazo sin mirar atrás. Y yo me quedaba ahí, viendo escapar tu cuerpo único, que me hacía vibrar sólo de verlo. Ese cuerpo que me aprendí de memoria, en el que sabía dónde estaba cada hendidura, cada lunar o cicatriz, cada mancha por insignificante que fuera. Sabía que era un amor imposible, pero se iba haciendo cada vez más fuerte y yo cada vez más dependiente él, y un día me di cuenta que a ese amor comenzaron a crecerle unas tenazas diabólicas llamadas celos y que ya no podía imaginar que tú no pudieras ser sólo mía, sólo para mí, para nadie más, y esa idea de posesión se hizo cada vez más grande, como lo hace una bola de nieve a medida que se desliza  por una ladera.
Nunca querías hablar de ti, siempre reservada, hermética, y cuando intentaba sonsacarte algo con mis argucias y artimañas, inmediatamente cambiabas de tema, y eso acrecentaba mi curiosidad aún más, acrecentaba mis sospechas de un pasado turbio. Ahora desvelo el misterio por esta carta, y te entiendo, lo entiendo todo.
He llamado a la policía, estarán al llegar en cualquier momento. Cuando lleguen, después que hagan todo el peritaje de la escena del crimen, te meterán en una bolsa... Tú, en una bolsa, tú, que tendrías que estar expuesta en mi museo como una obra de arte más… Pues te meterán en una bolsa y luego en una ambulancia con destino a la morgue, para que un forense te haga la autopsia, y entonces serás un remedo de carne nívea y fría, una absurda marioneta cosida a retales, y a mí me invitarán a acompañarles a comisaría y, cuando empiece el interrogatorio, les contaré todo, sin miedo, sin vergüenza, sin tapujos, con la voz firme, sin soltar una lágrima, sin dejar que esta tristeza que ahora mismo me lacera por dentro me derrumbe, y entonces les diré:
Gavina vivía justo en la comunidad frente a la mía, compartía piso con otra chica, ese mismo piso en el que nos habéis encontrado. Ambas trabajaban en el bar de la planta baja de mi edificio. Ahí la conocí, ahí la vi por primera vez, y nunca llegué a imaginar que un día, una Diosa así, pudiera estar bajo mi cuerpo. Yo entraba al bar cada mañana a desayunar después de salir del trabajo y, mientras me tomaba el café con leche y me comía un minibocadillo, no dejaba de mirarla, de devorarla con la vista. Muchas veces nuestras miradas se cruzaron y sé que descubrió toda esa lujuria en mis ojos, sin embargo, nunca me lo recriminó o se dio por enterada. Actuaba, al menos conmigo, como una autómata. Ni la fuerza de la costumbre de verme cada día, a la misma hora, entrando en el bar, sentándome a la barra en el mismo sitio, pedirle el mismo desayuno, hicieron que me dirigiera una sonrisa o un comentario algo más amable de la conversación de rigor de una camarera hacia el cliente. No recuerdo que por aquel tiempo, siquiera, me llamara por mi nombre al saludarme o darme los buenos días, como hacían la otra camarera, su compañera de piso, Mariana, o Pere, el dueño del local.
El día que la conocí en el bar, llevaba un tejano ajustado y un top negro con un rótulo en inglés, unas sandalias de verano de tacón alto y el pelo recogido en una cola de caballo. Era su primer día y todos estaban encandilados con su belleza. Cuando entré y la vi ya nada más tuvo importancia ni sentido, no podía despegar los ojos de aquel cuerpo, de aquellos vaqueros y de aquel culo. Sé que esa primera reacción era simplemente excitación sexual, no había nada de amor ni de sentimientos, era simple morbo y así fue durante mucho tiempo. El amor vino mucho más tarde, cuando probé su carne una y otra vez, entonces el virus se fue inoculando, ese virus llamado amor o enamoramiento, da igual. Pere me la presentó, me dijo, esta es Gavina, empieza hoy, es cubana, y espero que se quede por mucho tiempo. Gavina, repetí yo, Gaviota en castellano, un nombre muy peculiar. Si no le importa preferiría me llamara Gavina, en catalán, dijo ella, y que me hablara en este idioma, para verme forzada a aprenderlo, remató. Yo asentí con la cabeza y le sonreí. Pere, entonces, me presentó por mi nombre de pila, pero no hace falta que le llames así, todos le llamamos Carmelo, le dijo,  y, señalando hacia el techo, apuntilló: vive aquí mismo, arriba. Ella dijo: encantada, y sin esperar mi respuesta se dirigió hacia una mesa en la que un joven, posiblemente alguien que había estado toda la noche de marcha, le llamaba para hacerle un pedido. Yo le contesté: lo mismo digo, pero mis palabras se quedaron flotando en el aire tras su espalda.
Cada día a las siete y media yo entraba al bar y lo primero que hacía era buscarla con la vista y  recrearme en su anatomía. A veces me quedaba más de lo permisible, robándole horas a mi descanso y bebiendo más café de lo acostumbrado, y no me importaba con tal de verla ir de un lado para otro, como salida de un cuadro renacentista, rompiendo los cánones de belleza con las curvas y sinuosidades de su cuerpo y ese contoneo único de las cubanas o latinas. Que se quitaran de en medio todas esas famélicas modelos europeas con sus estructuras de puro esqueleto, porque donde estuviera Gavina todos los focos, los flashes y los pinceles eran para ella. Hasta yo la había dibujado muchísimas veces, la había dibujado de memoria, la había dibujado desnuda cuando aún ni la había visto de esa manera.
Un día de estos, en lo que me había quedado un rato más contemplándola, creo que, para ese entonces, ya hacía como un año o algo así que trabajaba en el bar, apareció por allí un mulato y, sin mediar palabra siquiera, se le plantó delante y la cogió de un brazo obligándola a retirarse a un rincón. Ella estaba aterrada. El mulato le dijo algo al oído y se marchó. Fue todo tan rápido que a ninguna de las personas que estábamos allí nos dio tiempo a reaccionar. Ella se quedó estática, blanca, como una estatua de sal de esas que se mencionan en la Biblia. Aquella escena me convenció de que podían ser ciertas todas las sospechas que yo había ido elucubrando y que sólo me faltaba hilvanarlas. Si Gavina se había vuelto estatua de sal era porque había mirado hacia atrás, hacia el pasado. Ese mulato había salido de ese pasado, nada me quitaba ya esa certeza. Pero hilvanar o desenredar todo esto era tarea perdida, porque Gavina nunca me diría nada y yo no sabía por dónde empezar a tirar del hilo. Mariana, su compañera de piso, tampoco estaba al corriente de la vida de Gavina. Ellas se conocieron también en el bar, nunca antes se habían visto. Según Mariana, en aquella época, se estaba gastando el poco dinero que tenía, que había traído de Miami, en una pensión, y estaba desesperada buscando trabajo antes de agotar todo ese pequeño capital, por eso ella le propuso la idea de compartir piso y Gavina aceptó de inmediato. Mariana me confirmó que era muy reservada y parca y que nunca hablaba de su familia, de Cuba o de Miami, ni siquiera de ligues ni de hombres. Aunque era simpática con ella, hacendosa, cumplidora en el pago de su parte del alquiler y respetuosa con la intimidad de Mariana, en definitiva, una buena compañera de piso, no dejaba que la relación tomara matices de amistad íntima, guardaba con mucho celo las distancias con Mariana lo mismo que conmigo. Mariana también sospechaba, que tanto interés y cuidado en mantenerse cerrada como una ostra, a prueba de fisuras que pudieran arrojar algún indicio de su pasado, era preocupante y sospechoso, que daba a entender que algo siniestro o ilegal le iba pisando los talones, algo que llevaba arrastrando como un grillete negro y pesado. Lo único que logré me contara Gavina una vez, cuando ya nuestra relación, bueno, si a lo nuestro se le podía llamar relación, se había consolidado, fue que, a los seis años, había salido de Cuba rumbo a Miami y que de allí, a los dieciocho, había venido a Barcelona.
Hasta hoy no he conocido su verdadera historia, porque, como he dicho, a ella no le gustaba contar nada de su vida. La sospecha de que había un pasado oscuro, que trataba de salvaguardar a toda costa, siempre me estaba rondando. Y cuando intentó prostituirse ya no me quedó duda alguna. Tenía que existir una razón muy fuerte para que una muchacha como ella hiciera algo así, porque, a pesar de que era tan poco comunicativa y celosa de su intimidad, se veía, a media legua de distancia, que era una buena chavala, bien preparada… quiero, decir, con estudios y esas cosas.
Todo ocurrió después de aquella intempestiva visita del mulato. En el propio bar comenzó a insinuarse a los clientes. Pere, le hizo una advertencia y le amenazó con echarla a la calle. Entonces ella le explicó, entre llantos, que necesitaba dinero, mucho dinero, que por eso se había comportado así, que no tenía a quién acudir, y entonces le pidió un préstamo, pero la cantidad era excesiva y Pere no podía afrontarla. ¿Y cuánto crees que ibas a sacar acostándote con mi clientela? le dijo Pere, ni prostituyéndote con media ciudad recaudarías cantidad tan escandalosa en tan poco tiempo... ¿Cómo se te ha pasado tal cosa por la cabeza, hija mía? le recriminó  él. ¿Y para qué necesitas tanto dinero? Ella se quedó callada unos instantes y luego le mintió, es para comprar una casa y traer a mi familia, que lo está pasando muy mal en Miami. No te preocupes, otra solución habrá, le dijo Pere.  No, no había tal solución, porque Pere no imaginaba, ni podía imaginar la gravedad de la situación, aunque sabía, de sobra, que ella le había mentido, aquella escusa era totalmente endeble, se desarmaba con un leve soplido. Estuvo una semana sin insinuarse a nadie, pero la necesidad imperiosa de recaudar el dinero la tenía desesperada, angustiada. Vagaba por el bar con el semblante adusto y hosco y, al mismo tiempo, triste. A menudo se le notaba ausente, perdida. Entonces fue que ocurrió.
Era un lunes por la mañana, yo, como de costumbre, entré al bar, había estado toda la noche del domingo en el museo. No hice más que sentarme a la barra y vino directo a mí, me dijo que la acompañara un momento al lavabo, que tenía que hablar conmigo. Obedecí sin rechistar, eché una ojeada rápida en derredor, Pere estaba en la cocina, se le veía, a través de las cortinillas, conversando con un proveedor; Mariana servía una mesa y parloteaba con sus ocupantes. Entramos al baño de señoras y nos encerramos en el cubículo del váter. Fue directa al grano: necesito dinero, es cuestión de vida o muerte ¿puedes prestármelo? Y antes de que yo articulara palabra volvió a decir: Pere me ha dicho que es una suma muy elevada para él, y Mariana, al igual que yo, no tiene dónde caerse muerta, no conozco a ninguna persona más con la que tenga la suficiente confianza, y no creo que ningún banco haga un préstamo de tal magnitud a una simple camarera, y menos extranjera. Sé que vendiste la casa de tus padres en el pueblo hace poco y que, además, tu padre te dejó algo de dinero. No sé cómo había averiguado todo aquello, seguramente Mariana se lo había contado. Era verdad, hacía cuestión de un año, tras la muerte de mi padre, que yo había vendido la casita del pueblo, que llevaba años deshabitada y a donde había jurado que no volvería jamás, porque, digámoslo de alguna manera, allí, en el pueblo, era persona  non grata. Estúpido pueblo lleno de convencionalismos, prejuicios y tabúes. Yo no había tocado ese dinero, lo quería para costearme una vejez digna, sobrevivía con mi mísero sueldo y con lo poco que me había dejado mi padre en herencia, que no era mucho, pero para una persona sola ya estaba bien. ¿Cuánto necesitas? le pregunté. Doscientos cincuenta mil euros, dijo. ¡Estás loca!, le dije yo, no tengo tanto, sólo te puedo dejar, como máximo, la mitad, bueno, si es que tomo tal decisión… porque, qué gano  yo a cambio, le dije. Y así empezó todo, le presté el dinero  y me aproveché malsanamente de su vulnerabilidad. Es lo más ruin y mezquino que he hecho en mi vida y me arrepiento, pero también sé que, de no haber sido así, nunca hubiera estado desnuda bajo mi cuerpo. No supe a dónde había ido a parar mi dinero hasta hoy, no se lo pregunté ni me importaba, sólo me apetecía estar con ella, y eso, valía todo el dinero del mundo, y a pesar de toda aquella fijación que tuve durante tanto tiempo con su vida y su pasado, cuando la hice mía, aquello no me importó nunca más, porque sabía que cada sábado del mundo Gavina estaría entre mis brazos. Así comenzó nuestra relación, se vendió a mí por unos cochinos billetes, y esos mismos billetes que la hicieron mía, hoy me la han quitado. Hoy, que era su cumpleaños, cumplía veintidós primaveras, así me dijo ella, y se iba a celebrarlo, por eso me cancelaba la cita de esta noche, de este sábado, y yo le creí, sí, Gavina, te creí, aunque tú estabas convencida de que no. Todo esto le diré a la policía, y les mostraré la carta donde lo explicas todo, porque sabías que seguías en peligro, sabías que ese tal Néstor, el mulato, era un asesino y no se andaba con chiquitas, y que tarde o temprano te reclamaría la otra parte del dinero, pero ya tú no querías seguir huyendo, en algún resquicio de tu mente llegaste a pensar que te daría más tiempo o que se conformaría con tu cuerpo como hacía yo. Les diré también que envíen la carta a tus padres, para que sepan toda la verdad, en definitiva, se la escribiste a ellos. Para que sepan por qué te chantajeaba este tipejo, por qué huiste de  Miami, de tu hogar, de su lado; porque tú, involuntariamente, también eras una asesina, atropellaste con tu coche a un anciano que cruzaba la carretera corriendo detrás de su perro y te diste a la fuga presa del miedo, y el anciano murió en el acto, pero tú no lo supiste hasta dos días después, cuando lo viste en las noticias, que fue cuando Néstor te localizó para extorsionarte, porque había sido testigo de este homicidio involuntario, lo había visto todo desde su Ford, que estaba aparcado entre la maleza a la orilla de la carretera y donde había pasado la noche escondido, porque era un prófugo, un asesino al que se le imputaba la muerte de su mujer. Pero no te amenazó con denunciarte, no podía, te amenazó con matarte si no reunías todo ese dinero para él, porque también sabía que tú tampoco podías denunciarle, te tenía atada de pies y manos, bien atada, y a ti no se te ocurrió otra cosa que seguir huyendo, y entonces te viniste a España, a Barcelona, y por eso insistías tanto en camuflar tu nombre, en ser tan celosa de tu intimidad, de tu pasado, pero él te encontró, te siguió el rastro, y cuando comprobó que no podía sacarte nada más, te dejó aquí, apuñalada, dándote por muerta, pero pudiste hacerme esa última llamada desde tu móvil, y yo vine corriendo a todo lo que daban mis pies, y subí las escaleras a zancadas, y encontré la puerta abierta, y entonces te vi y grité tu nombre y tú balbuceabas y querías decirme algo... Acerqué mi oído a tu cara y ese algo fue: Chejov, y volviste a repetirlo: Chejov..., el libro..., en la estantería… La Gaviota, Chejov… y tus ojos se quedaron vacíos, porque la vida se acababa de marchar de tu cuerpo. Sí, se lo contaré todo, que grité y grite, pero ya no me oías, y que lloré como nunca. Que luego busqué el libro, una edición de la obra teatral La Gaviota, del célebre dramaturgo ruso, y encontré la carta dentro, y que en la primera página del libro hay una dedicatoria de tu padre: A mi otra Gaviota, de éste émulo de Antón Chejov, en tu decimoquinto cumpleaños. Vuela libre.
Papá.  
Ya están aquí, Gavina, ya están aquí, siento sus pasos por el pasillo. Ya entran, Gavina, ya entran. El capitán se está acercando hacia mí. 
_ ¿Es usted quién nos ha llamado, quién ha encontrado el cadáver?
_Sí, yo.
_Me puede decir su nombre.
_Sí, María del Carmen Restrepo, pero todos me llaman Carmelo.

FIN

Las imágenes (óleos del pintor costarricense Rolando Cubero)


Noche de Ronda_Leda Astorga
El ángel del caballete / Rolando Cubero / Costa Rica



















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